María de Jesús Flores, LLERENA
—Oiga, le dije respetuosamente después de haber
estado escuchándolo un rato demasiado largo, ¿le importaría prescindir del
artículo “la” para referirse a María
de Magdala?. Creo percibir —supongo que sin mala intención— un tono algo displicente,
desatento, impropio de una persona de su
dignísima dignidad. Quizá lo ignore y esa
es la razón por la cual me gustaría informarle
de que “la Magdalena” a la que
usted nos ha dejado de nombrar en esos términos, tiene nombre propio: Se
llama María. Precioso, ¿verdad?; y es, además, una de las pocas mujeres con nombre propio en los
evangelios. Magdala es,
sencillamente, un gentilicio. Y esto que
a usted puede resultarle “de cajón” tiene su importancia y su trascendencia,
pues el hecho de que al nombre propio el evangelista añada su lugar de origen
obedece a que es de las pocas mujeres que en los relatos evangélicos no aparece
ligada a ningún varón, ni definida por su rol subordinado a él, lo cual quiere decir que estamos ante una
mujer cien por cien independiente y libre que supo coger la vida entre sus
manos y tomar decisiones propias. Otro tanto sucede con María, de Nazaret ¿lo ve? Hay también una Susana (Lc 8,3) y una Salomé (Mc 15,40)
que aparecen a la sombra de sí mismas. Posiblemente no había caído en la
cuenta, pero no se preocupe, que para
eso estamos, para ayudarnos unas a otros. Insisto, las otras mujeres —¡con
nombre!, que esa es otra cuestión que podemos dejar para otro día— nos son
conocidas por su vinculación-sometimiento primero a sus padres, después a sus
maridos y, por último a sus hijos… Por refrescare la memoria le nombraré a
algunas: Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; María, la
madre de Santiago y de José (Lc 8, 3-5);
Ana, profetisa de profesión, y perdone la redundancia, hija de
Fanuel (Lc 2,36); María, mujer de Cleofás
(Jn 19,25) Herodías, mujer de Filipo;
Isabel, esposa de Zacarías, el cura viejo e incrédulo (Mc 6,17ss), etc.
¿Ha visto qué
interesante y cómo cambian las cosas cuando se ubican convenientemente? Pues
así pasa con todo. De ahí mi malestar, porque al utilizar el artículo determinado “la” referido a María de Magdala, se refuerza el infundio de que era una prostituta a sueldo (Nota pie de página: “pero arrepentida”), de lo cual, y perdona la insistencia no
hay constancia alguna.
Estoy convencida
de que no hay personaje al que la historia, pero más que nada el cristianismo,
le deba tanto como a esta ancestra de nuestra fe con la que no supieron que
hacer los líderes religiosos de las
primeras comunidades cristianas; precisamente por su capacidad de liderazgo—¡como
lo oye!— lo que parece que originó no
pocas tensiones y desbandadas.
Como de un
triple salto mortal en el aire, se tratara, de ese “más difícil todavía”, por alguna
oscura decisión, María de Magdala, de la noche a mañana, pasó de prostituta a
santa, y de anunciadora de la resurrección de
Jesús, con todos los avales de
discípula y enviada: “Ve a mis hermanos y diles” (Jn
20,17) a “Apóstol de los apóstoles”.
Perdida la carrera, por trampas del
adversario, quisieron conformarla con un premio por de consolación. Y todo para no incluirla, ni a ella ni a otras muchas, en la tradición apostólica. ¡Ahí es nada!
Es claro que a
María de Magdala le han secuestrado su verdadera
identidad y hay que restituírsela, la han
lesionado y hay que rehabilitarla, la han hundido en el barro del descrédito dejándola,
siglo tras siglo, bajo la luz “de un
farol rojo”, más bien ligerita de ropa, con los cabellos alborotados y
posturas nada respetables… A María hay que ponerla nuevamente de pie y en camino, y darle palabra, porque ello conviene a la verdad.
La cuestión de que Jesús la liberara de “siete demonios” (Mc 16,9), lo que parece ser la base del infundio, indicaría un proceso de transformación
interior; como usted bien sabe, siete es
un número simbólico que expresa totalidad, perfección, plenitud; lo cual quiere decir que María fue una mujer íntegra
e integradora. ¡María fue ella!
Imagínese
el bien que nos haría a usted y a mí darnos
cuenta de cuántos y cuáles son los demonios
que diariamente desaloja el Maestro de nuestra vida. En lo que a mí respecta, puedo
confesarle, sin rubor, que hace muchos años perdí la cuenta.
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